lunes, 8 de diciembre de 2014

¿El trabajo más estresante del mundo?

Sin comentarios…

domingo, 5 de octubre de 2014

La televisión es privación sensorial

México es un país de una clase modesta muy jodida, que no va a salir de jodida. Para la televisión es una obligación llevar diversión a esa gente y sacarla de su triste realidad y de su futuro difícil.
Emilio Azcárraga Milmo (1993)

Desde hace 6 meses casi no veo televisión. Creo que, quitando media docena de partidos del Mundial, debo haber visto una hora cuando mucho.

Hace un par de días conversábamos en casa sobre cuanto esto influye en la buena comunicación que mantenemos.

Unas semanas atrás comencé finalmente a leer Four Arguments for the Elimination of Television de Jerry Mander, un libro al que le tenía echado el ojo desde hace algún tiempo y que compré usado por $0.99 dólares.

El libro fue escrito en 1978 y es muy interesante. Mander, un ex-publicitario devenido activista social, argumenta que, independientemente del contenido transmitido, la televisión tiene efectos negativos sobre las personas, haciéndolas más pasivas, cambiando sus relaciones familiares y su comprensión de los fenómenos naturales debido al carácter plano y limitado de la información que se recibe.

Desde que comencé el libro no dejo de preguntarme si existe algún análisis similar sobre los efectos de la internet y las redes sociales en la actualidad.

A continuación un breve fragmento:

La televisión es privación sensorial

He dibujado previamente un paralelo entre la vida moderna y las condiciones de privación sensorial. Los ambientes artificiales reducen y limitan la experiencia sensorial para ajustarse a su propia nueva realidad confinada. El efecto y el propósito de esta limitación es aumentar la concientización y el foco en el trabajo, las mercancías, el entretenimiento, los espectáculos y otras drogas que la sociedad utiliza para mantenernos dentro de sus límites.

Podemos considerar a la televisión como un avance en esa condición ya prevalente. Sentados en cuartos oscuros, con el entorno natural ensombrecido, los otros seres humanos atenuados, sólo dos sentidos funcionando (ambos dentro de un rango muy estrecho) los ojos y otras funciones del cuerpo silenciadas, mirando luz por horas y horas, la experiencia se parece más a la privación sensorial que cualquier cosa anterior.

La televisión aísla a las personas del entorno, de los otros, y de sus propios sentidos. En tal condición, los dos sentidos que se encuentra operando parcialmente no pueden beneficiarse de la combinación usual de la información que los humanos emplean para deducir el significado de su entorno. Todo significado viene de este campo de información reducido.

Sabemos que es una verdad aceptada acerca de la privación sensorial que las personas no tienen más remedio que centrarse en las imágenes de su cerebro. Y sabemos que, en condiciones de privación sensorial, no contando con más recursos que las imágenes mentales, las personas son mucho más susceptibles a la sugestión.

Cuando usted está viendo televisión, usted está experimentando imágenes mentales. A diferencia de la mayoría de los experimentos de privación sensorial, estas imágenes mentales no son suyas, sino de otra persona. Debido a que sus otras capacidades se encuentran sometidas y el resto del mundo atenuado, estas imágenes seguramente pueden tener un extraordinario grado de influencia. ¿Estoy diciendo que esto es lavado de cerebro, hipnosis, zapeo mental o algo parecido? Bueno, no hay duda de que alguien está hablando en su mente y quiere que usted haga algo.

En primer lugar, manténgase viendo.
En segundo lugar, lleve las imágenes a su cabeza.
En tercer lugar, compre algo.
En cuarto lugar, sintonícenos mañana.

Televisión
Televisión (Foto: David Ross)

jueves, 22 de mayo de 2014

Fue en la estación del metro… Pinheiros

El día comenzó mal: un grupo disidente del Sindicato dos Motoristas de São Paulo rechazaba el acuerdo alcanzado entre sus dirigentes y los representantes de las empresas que operan las diferentes rutas de autobuses de la ciudad y se declaraba en huelga (1), poniendo de cabeza el tránsito y haciendo aún peor el cotidiano infierno que viven millones de paulistanos que utilizan el transporte público para trasladarse entre sus hogares y sus empleos.

La escena ocurrió el 20 de mayo de 2014 en la estación Pinheiros de la nueva línea 4 (amarilla) que da acceso también a la línea 9 de la CPTM (ferrocarril metropolitano): miles de personas intentando movilizarse hacia afuera, hacia adentro, hacia cualquier lado… el personal de seguridad de la estación completamente rebasado:



A aquellos que continúan quejándose del aumento al boleto del metro de la Ciudad de México sería bueno informarles que el costo del viaje en São Paulo es de casi $18 pesos mexicanos…

domingo, 26 de enero de 2014

São Paulo en la visión de Claude Lévi-Strauss

Claude Lévi-Strauss, antropólogo y etnólogo francés, vivió entre 1935 y 1939 en Brasil a donde llegó para dar clases de sociología en la recién creada Universidad de São Paulo. En 1955 publicó Tristes trópicos, un ensayo en el que documentaba sus viajes y trabajo de campo en el país.

São Paulo es hoy una megalópolis deshumanizada en la que sobreviven 20 millones de personas. Fundada el 25 de enero de 1554, São Paulo fue durante mucho tiempo una villa pobre y abandonada. En 1870 la ciudad contaba con apenas 30 mil habitantes. La expansión de la producción de café, primero, y la industrialización, después, cambiarían para siempre su suerte.

Ayer São Paulo cumplió 460 años y, como un homenaje, quiero compartir este fragmento del libro de Lévi-Strauss.

São Paulo

Hubo quien maliciosamente definió a América como una tierra que pasó de la barbarie a la decadencia sin haber conocido la civilización. Con más acierto podría aplicarse la fórmula a las ciudades del Nuevo Mundo: pasan directamente de la lozanía a la decrepitud, pero nunca son antiguas. Una estudiante brasileña vino a mí llorando después de su primer viaje a Francia. París le había parecido sucia, con sus edificios ennegrecidos. La blancura y la limpieza eran los únicos criterios de que disponía para apreciar una ciudad. Las ciudades americanas, a diferencia de las de tipo monumental, jamás incitan a un paseo fuera del tiempo, ni conocen esa vida sin edad que caracteriza a las más bellas ciudades que han llegado a ser objeto de contemplación y de reflexión, y no tan sólo instrumentos de la función urbana. En las ciudades del Nuevo Mundo, ya sea Nueva York, Chicago o São Paulo (estas dos últimas se comparan muy a menudo), lo que impresiona no es la falta de vestigios; esta ausencia es un elemento de su significación. Al revés de esos turistas europeos que se enfurruñan porque no pueden agregar otra catedral del siglo XIII a su catálogo, me alegra adaptarme a un sistema sin dimensión temporal para interpretar una forma diferente de civilización. Pero caigo en el error inverso: ya que estas ciudades son nuevas, y de su novedad tienen su ser y su justificación, no puedo perdonarles que no lo sigan siendo. Para las ciudades europeas, el paso de los siglos constituye una promoción; para las americanas, el de los años es una decadencia. No sólo están recientemente construidas, sino que lo están para renovarse con la misma rapidez con que fueron edificadas, es decir, mal. En el momento de levantarse, los nuevos barrios casi ni son elementos urbanos: demasiado brillantes, demasiado nuevos, demasiado alegres para eso. Más bien parecen una feria, una exposición internacional construida sólo por unos meses. Luego de ese lapso la fiesta termina y esas grandes figurillas languidecen: las fachadas se escaman, la lluvia y el hollín dejan sus huellas, el estilo pasa de moda, la disposición primitiva desaparece bajo las demoliciones que exige una nueva impaciencia. No son ciudades nuevas en contraste con ciudades antiguas, sino ciudades con un ciclo de evolución muy corto comparadas con otras de ciclo lento. Ciertas ciudades de Europa se adormecen dulcemente en la muerte; las del Nuevo Mundo viven febrilmente en una enfermedad crónica; son perpetuamente jóvenes y sin embargo nunca sanas.

Cuando visité Nueva York y Chicago en 1941 o cuando llegué a São Paulo en 1935, me asombró en primer lugar no lo nuevo, sino la precocidad de los estragos del tiempo. No me sorprendí de que a estas ciudades les faltaran diez siglos; me impresionó comprobar que muchos de sus barrios tuvieran ya cincuenta años, que sin ninguna vergüenza dieran muestras de tal marchitamiento, ya que, en suma, el único adorno que podrían pretender sería el de una juventud, fugitiva para ellos tanto como para seres vivientes. Chatarra, tranvías rojos como vehículos de bomberos, bares de caoba con balaustrada de latón pulido, depósitos de ladrillos en callejuelas solitarias donde sólo el viento barre las basuras, parroquias rústicas al pie de las oficinas y Bolsas con estilo de catedrales; laberintos de inmuebles oxidados que cuelgan sobre abismos entrecruzados por zanjas, puentes giratorios y andamios. ¡Oh, Chicago, imagen de las Américas, ciudad que sin cesar crece en altura por la acumulación de sus propios escombros que soportan nuevas construcciones! No sorprende que en ti el Nuevo Mundo ame tiernamente la memoria de los tiempos del 1880; pues la única antigüedad que él puede pretender en su sed de renovación es esta humilde distancia de medio siglo, demasiado breve para favorecer el juicio de nuestras ciudades milenarias, pero que le da, a él, que no se cuida del tiempo, una pequeña oportunidad para enternecerse por su juventud transitoria.


En 1935, los habitantes de São Paulo se enorgullecían de que en su ciudad se construyera, como término medio, una casa por hora. Entonces se trataba de mansiones; me aseguran que el ritmo sigue siendo el mismo, pero para las casas de departamentos. La ciudad se desarrolla a tal velocidad que es imposible trazar el plano; todas las semanas habría que hacer una nueva edición. Hasta parece que si se acude en taxi a una cita fijada con algunas semanas de anticipación, puede ocurrir que uno se adelante al barrio por un día. En estas condiciones, evocar recuerdos de hace veinte años es como contemplar una fotografía ajada. A lo sumo puede presentar un interés documental. Desalojo los bolsillos de mi memoria y entrego lo que queda a los archivos municipales.


Por esa época se describía a São Paulo como una ciudad fea. Sin duda, las casas de departamentos del centro eran pomposas y pasadas de moda. La presuntuosa indigencia de su ornamentación se agravaba aún más por la pobreza de la construcción; las estatuas y guirnaldas no eran de piedra, sino de yeso embadurnado de amarillo para simular una pátina. En general, la ciudad presentaba los tonos sostenidos y arbitrarios que caracterizan esas malas construcciones donde el arquitecto ha tenido que recurrir al revoque para proteger y disimular la base.


En las construcciones de piedra las extravagancias del estilo 1890 se pueden disculpar, en parte, por la gravedad y la densidad del material; se ubican en su carácter de accesorios. Pero en las otras, esas cuidadosas tumefacciones recuerdan las improvisaciones dérmicas de la lepra. Bajo los colores falsos, las sombras resaltan más negras; calles estrechas no permiten, a una capa de aire demasiado delgada, «crear atmósfera», y de todo ello resulta un sentimiento de irrealidad, como si no fuera una ciudad, sino una falsa apariencia de construcciones rápidamente edificadas para las necesidades de una representación teatral o de una secuencia cinematográfica.


Y sin embargo, São Paulo nunca me pareció fea: era una ciudad salvaje como lo son todas las ciudades americanas (a excepción, quizá, de Washington, D.C., que no era ni salvaje ni domesticada, sino que más bien se hallaba cautiva y muerta de aburrimiento en la jaula estrellada de avenidas detrás de las cuales la encerró Lenfant). En ese tiempo, São Paulo aún no había sido domada. Construida al principio sobre una terraza en forma de espolón que apuntaba hacia el norte, en la confluencia de dos pequeños ríos —Anhangabaú y Tamanduateí, que un poco más abajo se vuelcan en el Tietê, afluente del Paraná—, era una simple «reducción» de indios, un centro misionero donde los jesuítas portugueses, desde el siglo XVI, trataban de agrupar a los salvajes para iniciarlos en las virtudes de la civilización. Sobre el talud que desciende hacia el Tamanduateí y que domina los barrios populares del Braz y de la Penha, subsistían aún en 1935 algunas callejuelas provincianas y largas plazas cuadradas y cubiertas de hierba, rodeadas de casas bajas con techo de tejas y ventanitas enrejadas y encaladas, con una austera iglesia parroquial a un lado, sin otra decoración que el doble arco canopial que recortaba un frontón barroco en la parte superior de la fachada. Muy lejos hacia el norte, el Tietê estiraba sus meandros plateados en las vaneas —aguazales que poco a poco se iban transformando en ciudades—, rodeadas de un rosario irregular de barrios y de loteos. Inmediatamente detrás estaba el centro de los negocios, fiel al estilo y a las aspiraciones de la Exposición de 1889: la Praça da Sé, plaza de la Catedral, un poco cantero, un poco ruina; después, el famoso Triángulo, del que la ciudad estaba tan orgullosa como Chicago de su Loop: zona del comercio formada por la intersección de las calles Direita, São Bento y 15 de Novembro, vías abarrotadas de letreros donde se apiñaba una multitud de comerciantes y empleados que, por medio de una vestimenta oscura, proclamaban su fidelidad a los valores europeos o norteamericanos, al mismo tiempo que su arrogancia por los ochocientos metros de altura que los liberaban de las languideces del trópico (que pasa, sin embargo, por el centro de la ciudad).


En São Paulo, en el mes de enero, la lluvia no «llega»; se engendra en la humedad del ambiente, como si el vapor de agua que embebe todo se materializara en perlas acuáticas que, cayendo copiosamente, se vieran frenadas por su afinidad con toda esa bruma a través de la cual se deslizan. No se trata de una lluvia a rayones como la de Europa, sino de un centelleo pálido, formado en multitud de bolitas de agua que ruedan en una atmósfera húmeda: cascada de claro caldo de tapioca. La lluvia no cesa cuando pasa la nube, sino cuando el aire del lugar, por la punción lluviosa, se desembaraza suficientemente de un exceso de humedad. Entonces el cielo se aclara, se vislumbra un azul muy pálido entre las nubes rubias, mientras que a través de las calles corren torrentes alpinos.


En el extremo norte de la terraza se abría un gigantesco tajo: el de la avenida São João, arteria de varios kilómetros, que comenzaban a trazar paralelamente al Tietê, siguiendo el recorrido de la antigua ruta del norte que llevaba hacia Itu, Sorocaba y las ricas plantaciones de Campinhas. La avenida, que nacía en el extremo del espolón, descendía hacia los escombros de viejos barrios. Primero dejaba a la derecha la calle Florencio de Abreu, que llevaba a la estación, entre bazares sirios que abastecían a todo el interior de chucherías, y apacibles talleres de talabarteros y tapiceros donde se fabricaban aún erguidas sillas de cuero labrado, gualdrapas de grueso algodón retorcido, aperos decorados de plata repujada al estilo de los plantadores y antiguos guías del matorral próximo; después pasaba al pie del entonces único e inacabado rascacielos —el rosado Predio Martinelli— y excavaba los Campos Elíseos, otrora morada de los ricos, donde las mansiones de madera pintada se descalabraban en medio de jardines de eucaliptos y mangos. La popular Santa Ifigênia estaba rodeada por un barrio reservado; cuchitriles con entrepiso levantado albergaban a las rameras que llamaban a los clientes por las ventanas. En fin, en las orillas de la ciudad progresaban los loteos pequeño-burgueses de Perdizes y de Água Branca, que se asentaban al sudoeste, en la colina verdegueante y más aristocrática de Pacaembu.


Hacia el sur, la terraza continúa elevándose. La trepan modestas avenidas unidas en la cima, sobre el mismo espinazo del relieve, por la Avenida Paulista, que bordea las residencias antaño fastuosas, estilo casino o estación termal, de los millonarios del pasado medio siglo. Bien al fondo, hacia el este, la avenida domina la llanura sobre el barrio nuevo de Pacaembu, donde se edifican mansiones cúbicas, mezcladas a lo largo de avenidas sinuosas espolvoreadas con el azul-violeta de los jacarandas en flor, entre declives de césped y terraplenes ocres. Pero los millonarios abandonaron la Avenida Paulista. Siguiendo la expansión de la ciudad, descendieron con ella por la parte sur de la colina hacia apacibles barrios con calles sinuosas. Sus residencias, de inspiración californiana, de cemento micáceo y con balaustradas de hierro forjado, se dejan adivinar al fondo de parques podados, en los bosquecillos rústicos donde se hacen esos lotes para los ricos.

Al pie de casas de departamentos de hormigón se extienden pastaderos de vacas; un barrio surge como un espejismo; avenidas bordeadas de lujosas residencias se interrumpen a ambos lados de los barrancos; un torrente cenagoso circula entre los bananeros, sirviendo a la vez como fuente y albañal a casuchas de argamasa construidas sobre encañizados de bambú, donde vive la misma población negra que en Rio acampaba en la cima de los morros. Las cabras corren a lo largo de las pendientes. Ciertos lugares privilegiados de la ciudad consiguen reunir todos los aspectos. Así, a la salida de dos calles divergentes que conducen hacia el mar, se desemboca al pie de la barranca del río Anhangabaú, franqueado por un puente que es una de las principales arterias de la ciudad. El bajo fondo está ocupado por un parque estilo inglés: extensiones de césped con estatuas y pabellones, mientras que en la vertical de los dos taludes se elevan los principales edificios: el Teatro Municipal, el hotel Explanada, el Automóvil Club y las oficinas de la compañía canadiense que provee la iluminación eléctrica y los transportes. Sus masas heterogéneas se enfrentan en un desorden coagulado. Esos inmuebles en pugna evocan grandes rebaños de mamíferos reunidos por la noche alrededor de un pozo de agua, por un momento titubeantes e inmóviles, condenados, por una necesidad más apremiante que el miedo, a mezclar temporariamente sus especies antagónicas. La evolución animal se cumple de acuerdo con fases más lentas que las de la vida urbana; si contemplara hoy el mismo paraje, quizá comprobaría que el híbrido rebaño ha desaparecido, pisoteado por una raza más vigorosa y más homogénea de rascacielos implantados en esas costas, fosilizadas por el asfalto de una autopista.

https://secure.flickr.com/photos/hvelarde/9321878891/
Intervención urbana en el barrio paulistano de Vila Madalena.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Herman Daly y la falacia del conocimiento infinito como impulsor del crecimiento infinito

Herman Daly es un hombre sabio. Discípulo de Nicholas Georgescu-Roegen y creador del concepto de crecimiento antieconómico, fue economista senior en el Departamento de Medio Ambiente del Banco Mundial, donde trabajó desarrollando las directrices políticas relacionadas con el desarrollo sostenible.

Daly es uno de los mayores defensores del concepto de economía del estado estacionario, idea sobre la que escribe regularmente en el blog de CASSE, el Centro para la Promoción de la Economía del Estado Estacionario.

Daly publicó ahí recientemente un interesante artículo titulado Ocho falacias acerca del crecimiento, del cual comparto un fragmento que me resultó especialmente esclarecedor.

6. El conocimiento es el recurso definitivo y dado que el crecimiento del conocimiento es infinito, éste puede impulsar el crecimiento económico sin límites. Estoy ávido de conocimiento para sustituir los recursos materiales en la medida de lo posible, y por lo tanto abogo, tanto por los impuestos para encarecer los recursos, como por la reforma de patentes para abaratar el conocimiento. Pero si tengo hambre, quiero comida real en el plato, no el conocimiento de un millar de recetas en la internet. Por otra parte, la capacidad básica de renovación de la ignorancia me hace dudar que el conocimiento puede salvar la economía de crecimiento. La ignorancia es renovable, principalmente porque bebés ignorantes reemplazan a ancianos cultos en cada generación. Además, una gran cantidad de conocimiento registrado es destruido por incendios, inundaciones y polillas. El almacenamiento digital moderno no parece ser inmune al paso del tiempo o a la nueva polilla, el virus informático. Para ser eficaz en el mundo, el conocimiento debe existir en la mente de alguien (no sólo en la biblioteca o en la internet) de lo contrario, es inerte. Y aun cuando el conocimiento aumenta, no crece de manera exponencial como dinero en el banco. Algún conocimiento viejo es refutado o anulado por nuevo conocimiento, y algún conocimiento nuevo es el descubrimiento de nuevos límites biofísicos y sociales para el crecimiento.

El nuevo conocimiento debe ser siempre una sorpresa: si pudiéramos predecir su contenido entonces ya tendríamos que haberlo sabido y no sería realmente nuevo. Contrariamente a las expectativas comunes, el nuevo conocimiento no siempre es una sorpresa agradable para el crecimiento de la economía, con frecuencia son malas noticias. Por ejemplo, el cambio climático producto de los gases de efecto invernadero fue hasta hace poco nuevo conocimiento, como lo fue el descubrimiento del agujero de la capa de ozono. ¿Cómo se puede apelar al nuevo conocimiento como la panacea cuando el contenido del nuevo conocimiento debe ser necesariamente una sorpresa? Por supuesto, puede que tengamos suerte con el nuevo conocimiento pero, ¿debemos dar por descontada la incertidumbre? ¿Por qué no contar los pollos después de que nacen?

jueves, 7 de junio de 2012

Ray Bradbury in memoriam

El hombre ilustrado se dio la vuelta a la luz de la luna. Se dio la vuelta otra vez… y otra vez… y otra vez…
Ray Bradbury (El Hombre Ilustrado, 1951)


Ray Bradbury, autor de Fahrenheit 451 y unos de los mayores escritores de ciencia ficción del siglo XX, murió hace un par de días a los 91 años.

Dejo con ustedes, a manera de homenaje, un fragmento de uno sus cuentos más hermosos.

Calidoscopio (fragmento)

[…]

Adioses innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado con eficiencia y perfección dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando ésta aún surcaba el espacio, morían uno a uno. Todo el significado de sus vidas saltaba hecho añicos. Igual que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el espíritu de la nave, todo el tiempo que habían pasado juntos, lo que los unos significaban para los otros, todo eso moría. Applegate ya no era más que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca más sería motivo de desprecio o intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos inútiles, faltos de misión que cumplir, se desperdigaban. Las voces desaparecieron y el espacio quedó en silencio. Hollis estaba solo, cayendo.

Todos estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de palabras divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán marchaba hacia el Sol. Stone se alejaba entre la nube de meteoritos, y Stimson, encerrado en sí mismo. Applegate iba hacia Plutón. Smith, Turner, Underwood… Los restos del calidoscopio, las piezas de lo que otrora fue algo coherente, se esparcían por el espacio.

«¿Y yo? —pensó Hollis—. ¿Qué puedo hacer? ¿Puedo hacer algo para compensar una vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de todos estos años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta… Pero no hay nadie aquí. Estoy solo. ¿Cómo hacer algo que valga la pena cuando se está solo? Es imposible. Mañana por la noche me estrellaré contra la atmósfera de la Tierra. Arderé, y mis cenizas se esparcirán por todos los continentes. Seré útil. Sólo un poco, pero las cenizas son cenizas y se mezclarán con la tierra.»

Caía rápidamente, como una bala, como un guijarro, como una pesa metálica. Sereno, ni triste ni feliz… Lo único que deseaba, cuando todos los demás se habían ido, era hacer algo válido, algo que sólo él sabría.

«Cuando entre en la atmósfera, arderé como un meteoro.»

—Me pregunto si alguien me verá —dijo en voz alta.



Desde un camino, un niño alzó la vista hacia el cielo.


—¡Mira, mamá! ¡Mira! —gritó—. ¡Una estrella fugaz!

La estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de Illinois.

—Pide un deseo —dijo la madre del niño—. Pide un deseo.

(1949)

Foto: Eneas.

jueves, 31 de mayo de 2012

Mineria espacial o cómo hacer pasar un camello por el ojo de una aguja

Sin embargo, para el momento en que la fragmentación reduzca la población de objetos grandes, el entorno de desechos resultante será probablemente demasiado hostil para el uso futuro del espacio.
Donald J. Kessler, (Collisional cascading: The limits of population growth in low earth orbit, 2002)

Ocurrió hace un par de días: la discusión habitual en el café de costumbre, tras la comida con los compañeros de trabajo, se tornó bizarra.

Todo comenzó al comentar lo absurdas que me parecen, entre tantos problemas y aprietos que enfrentamos en la actualidad, iniciativas como la anunciada hace algunas semanas por una empresa basada en Seattle, Washington:

Puede que sea la fiebre del platino lo que acabe abriendo la última frontera. Una empresa llamada Planetary Resources ha anunciado sus planes de explotar asteroides que pasen cerca de la Tierra con el fin de ofrecer suministros a futuros viajeros interplanetarios y traer metales preciosos como el platino.

La iniciativa puede antojarse inverosímil, pero ha atraído a algunos inversores de renombre, entre ellos Larry Page y Eric Schmidt, de Google, así como suculentos contratos de desarrollo tecnológico. “Si creemos que los recursos del espacio son esenciales para los viajes del futuro, inevitablemente llegaremos a la conclusión de que los asteroides, o más concretamente los que pasan cerca de la Tierra, son el trampolín hacia el resto del sistema solar”, opina Eric C. Anderson, uno de los cofundadores de la empresa.

Puesto que un asteroide no contiene aire y su fuerza de gravedad es ínfima, llegar a él es relativamente fácil. A diferencia de la Luna o Marte, una nave excavadora robotizada no necesitaría paracaídas ni un motor potente para llegar hasta un pequeño asteroide y adosarse a él. “Es probable que existan unos 1.500 asteroides cercanos a la Tierra a los cuales es más sencillo llegar, en lo que a energía se refiere, que a la superficie de la Luna”, dice Anderson. (1)


Olvidémonos de la basura espacial y del Síndrome de Kessler; ya lo sé: con la ayuda de la tecnología el ser humano es capaz de realizar cualquier cosa que se proponga.

Ustedes me disculparán pero, tras ver el video promocional, no pude más que reír recordando este maravilloso cuento de Juan José Arreola:

En verdad os digo

Todas las personas interesadas en que el camello pase por el ojo de la aguja, deben inscribir su nombre en la lista de patrocinadores del experimento Niklaus.

Desprendido de un grupo de sabios mortíferos, de esos que manipulan el uranio, el cobalto y el hidrógeno, Arpad Niklaus deriva sus investigaciones actuales a un fin caritativo y radicalmente humanitario: la salvación del alma de los ricos.

Propone un plan científico para desintegrar un camello y hacerlo que pase en chorro de electrones por el ojo de una aguja. Un aparato receptor (muy semejante en principio a la pantalla de televisión) organizará los electrones en átomos, los átomos en moléculas y las moléculas en células, reconstruyendo inmediatamente el camello según su esquema primitivo. Niklaus ya logró cambiar de sitio, sin tocarla, una gota de agua pesada. También ha podido evaluar, hasta donde lo permite la discreción de la materia, la energía cuántica que dispara una pezuña de camello. Nos parece inútil abrumar aquí al lector con esa cifra astronómica.

La única dificultad seria en que tropieza el profesor Niklaus es la carencia de una planta atómica propia. Tales instalaciones, extensas como ciudades, son increíblemente caras. Pero un comité especial se ocupa ya en solventar el problema económico mediante una colecta universal. Las primeras aportaciones, todavía un poco tímidas, sirven para costear la edición de millares de folletos, bonos y prospectos explicativos, así como para asegurar al profesor Niklaus el modesto salario que le permite proseguir sus cálculos e investigaciones teóricas, en tanto se edifican los inmensos laboratorios.

En la hora presente, el comité sólo cuenta con el camello y la aguja. Como las sociedades protectoras de animales aprueban el proyecto, que es inofensivo y hasta saludable para cualquier camello (Niklaus habla de una probable regeneración de todas las células), los parques zoológicos del país han ofrecido una verdadera caravana. Nueva York no ha vacilado en exponer su famosísimo dromedario blanco.

Por lo que toca a la aguja, Arpad Niklaus se muestra muy orgulloso, y la considera piedra angular de la experiencia. No es una aguja cualquiera, sino un maravilloso objeto dado a luz por su laborioso talento. A primera vista podría ser confundida con una aguja común y corriente. La señora Niklaus, dando muestra de fino humor, se complace en zurcir con ella la ropa de su marido. Pero su valor es infinito. Está hecha de un portentoso metal todavía no clasificado, cuyo símbolo químico, apenas insinuado por Niklaus, parece dar a entender que se trata de un cuerpo compuesto exclusivamente de isótopos de níkel. Esta sustancia misteriosa ha dado mucho que pensar a los hombres de ciencia. No ha faltado quien sostenga la hipótesis risible de un osmio sintético o de un molibdeno aberrante, o quien se atreva a proclamar públicamente las palabras de un profesor envidioso que aseguró haber reconocido el metal de Niklaus bajo la forma de pequeñísimos grumos cristalinos enquistados en densas masas de siderita. Lo que se sabe a ciencia cierta es que la aguja de Niklaus puede resistir la fricción de un chorro de electrones a velocidad ultracósmica.

En una de esas explicaciones tan gratas a los abstrusos matemáticos, el profesor Niklaus compara el camello en tránsito con un hilo de araña. Nos dice que si aprovecháramos ese hilo para tejer una tela, nos haría falta todo el espacio sideral para extenderla, y que las estrellas visibles e invisibles quedarían allí prendidas como briznas de rocío. La madeja en cuestión mide millones de años luz, y Niklaus ofrece devanarla en unos tres quintos de segundo.

Como puede verse, el proyecto es del todo viable y hasta diríamos que peca de científico. Cuenta ya con la simpatía y el apoyo moral (todavía no confirmado oficialmente) de la Liga Interplanetaria que preside en Londres el eminente Olaf Stapledon.

En vista de la natural expectación y ansiedad que ha provocado en todas partes la oferta de Niklaus, el comité manifiesta un especial interés llamando la atención de todos los poderosos de la tierra, a fin de que no se dejen sorprender por los charlatanes que están pasando camellos muertos a través de sutiles orificios. Estos individuos, que no titubean en llamarse hombres de ciencia, son simples estafadores a caza de esperanzados incautos. Proceden de un modo sumamente vulgar, disolviendo el camello en soluciones cada vez más ligeras de ácido sulfúrico. Luego destilan el líquido por el ojo de la aguja, mediante una clepsidra de vapor, y creen haber realizado el milagro. Como puede verse, el experimento es inútil y de nada sirve financiarlo. El camello debe estar vivo antes y después del imposible traslado.

En vez de derretir toneladas de cirios y de gastar dinero en indescifrables obras de caridad, las personas interesadas en la vida eterna que posean un capital estorboso, deben patrocinar la desintegración del camello, que es científica, vistosa y en último término lucrativa. Hablar de generosidad en un caso semejante resulta del todo innecesario. Hay que cerrar los ojos y abrir la bolsa con amplitud, a sabiendas de que todos los gastos serán cubiertos a prorrata. El premio será igual para todos los contribuyentes: lo que urge es aproximar lo más que sea posible la fecha de entrega.

El monto del capital necesario no podrá ser conocido hasta el imprevisible final, y el profesor Niklaus, con toda honestidad, se niega a trabajar con un presupuesto que no sea fundamentalmente elástico. Los suscriptores deben cubrir con paciencia y durante años, sus cuotas de inversión. Hay necesidad de contratar millares de técnicos, gerentes y obreros. Deben fundarse subcomités regionales y nacionales. Y el estatuto de un colegio de sucesores del profesor Niklaus, no tan sólo debe ser previsto, sino presupuesto en detalle, ya que la tentativa puede extenderse razonablemente durante varias generaciones. A este respecto no está de más señalar la edad provecta del sabio Niklaus.

Como todos los propósitos humanos, el experimento Niklaus ofrece dos probables resultados: el fracaso y el éxito. Además de simplificar el problema de la salvación personal, el éxito de Niklaus convertirá a los empresarios de tan mística experiencia en accionistas de una fabulosa compañía de transportes. Será muy fácil desarrollar la desintegración de los seres humanos de un modo práctico y económico. Los hombres del mañana viajarán a través de grandes distancias, en un instante y sin peligro, disueltos en ráfagas electrónicas.

Pero la posibilidad de un fracaso es todavía más halagadora. Si Arpad Niklaus es un fabricante de quimeras y a su muerte le sigue toda una estirpe de impostores, su obra humanitaria no hará sino aumentar en grandeza, como una progresión geométrica, o como el tejido de pollo cultivado por Carrel. Nada impedirá que pase a la historia como el glorioso fundador de la desintegración universal de capitales. Y los ricos, empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase.

Confabulario (1952)