Demasiado y durante demasiado tiempo, parecía que habíamos cambiado la excelencia personal y los valores de la comunidad por la mera acumulación de cosas materiales. Nuestro producto nacional bruto, ahora, es mayor de $800 millardos de dólares al año, pero ese producto nacional bruto —si juzgamos a Estados Unidos por ello— ese producto nacional bruto cuenta la contaminación del aire y la publicidad de los cigarrillos, y las ambulancias que borran la carnicería de nuestras carreteras. Cuenta las cerraduras especiales para nuestras puertas y las cárceles para las personas que las rompen. Cuenta la destrucción de la secuoya y la pérdida de nuestra maravilla natural en la expansión caótica. Cuenta el napalm y cuenta las ojivas nucleares y los coches blindados de la policía para luchar contra los disturbios en nuestras ciudades. Cuenta el rifle de Whitman y el cuchillo de Speck, y los programas de televisión que glorifican la violencia con el fin de vender juguetes a nuestros hijos. A pesar de ello, el producto nacional bruto no permite medir la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación o la alegría de su juego. No incluye la belleza de nuestra poesía o la fortaleza de nuestros matrimonios, la inteligencia de nuestro debate público o la integridad de nuestros funcionarios públicos. Tampoco mide ni nuestra inteligencia ni nuestro valor, ni nuestra sabiduría ni nuestro aprendizaje, ni nuestra compasión ni nuestra devoción a nuestro país, en definitiva mide todo, salvo lo que hace que la vida valga la pena. Y nos puede decir todo sobre Estados Unidos, excepto el por qué estamos orgullosos de ser estadounidenses.
Robert Kennedy murió asesinado el 6 de junio de 1968. El producto nacional bruto refleja la realidad hoy menos que entonces.
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