domingo, 26 de enero de 2014

São Paulo en la visión de Claude Lévi-Strauss

Claude Lévi-Strauss, antropólogo y etnólogo francés, vivió entre 1935 y 1939 en Brasil a donde llegó para dar clases de sociología en la recién creada Universidad de São Paulo. En 1955 publicó Tristes trópicos, un ensayo en el que documentaba sus viajes y trabajo de campo en el país.

São Paulo es hoy una megalópolis deshumanizada en la que sobreviven 20 millones de personas. Fundada el 25 de enero de 1554, São Paulo fue durante mucho tiempo una villa pobre y abandonada. En 1870 la ciudad contaba con apenas 30 mil habitantes. La expansión de la producción de café, primero, y la industrialización, después, cambiarían para siempre su suerte.

Ayer São Paulo cumplió 460 años y, como un homenaje, quiero compartir este fragmento del libro de Lévi-Strauss.

São Paulo

Hubo quien maliciosamente definió a América como una tierra que pasó de la barbarie a la decadencia sin haber conocido la civilización. Con más acierto podría aplicarse la fórmula a las ciudades del Nuevo Mundo: pasan directamente de la lozanía a la decrepitud, pero nunca son antiguas. Una estudiante brasileña vino a mí llorando después de su primer viaje a Francia. París le había parecido sucia, con sus edificios ennegrecidos. La blancura y la limpieza eran los únicos criterios de que disponía para apreciar una ciudad. Las ciudades americanas, a diferencia de las de tipo monumental, jamás incitan a un paseo fuera del tiempo, ni conocen esa vida sin edad que caracteriza a las más bellas ciudades que han llegado a ser objeto de contemplación y de reflexión, y no tan sólo instrumentos de la función urbana. En las ciudades del Nuevo Mundo, ya sea Nueva York, Chicago o São Paulo (estas dos últimas se comparan muy a menudo), lo que impresiona no es la falta de vestigios; esta ausencia es un elemento de su significación. Al revés de esos turistas europeos que se enfurruñan porque no pueden agregar otra catedral del siglo XIII a su catálogo, me alegra adaptarme a un sistema sin dimensión temporal para interpretar una forma diferente de civilización. Pero caigo en el error inverso: ya que estas ciudades son nuevas, y de su novedad tienen su ser y su justificación, no puedo perdonarles que no lo sigan siendo. Para las ciudades europeas, el paso de los siglos constituye una promoción; para las americanas, el de los años es una decadencia. No sólo están recientemente construidas, sino que lo están para renovarse con la misma rapidez con que fueron edificadas, es decir, mal. En el momento de levantarse, los nuevos barrios casi ni son elementos urbanos: demasiado brillantes, demasiado nuevos, demasiado alegres para eso. Más bien parecen una feria, una exposición internacional construida sólo por unos meses. Luego de ese lapso la fiesta termina y esas grandes figurillas languidecen: las fachadas se escaman, la lluvia y el hollín dejan sus huellas, el estilo pasa de moda, la disposición primitiva desaparece bajo las demoliciones que exige una nueva impaciencia. No son ciudades nuevas en contraste con ciudades antiguas, sino ciudades con un ciclo de evolución muy corto comparadas con otras de ciclo lento. Ciertas ciudades de Europa se adormecen dulcemente en la muerte; las del Nuevo Mundo viven febrilmente en una enfermedad crónica; son perpetuamente jóvenes y sin embargo nunca sanas.

Cuando visité Nueva York y Chicago en 1941 o cuando llegué a São Paulo en 1935, me asombró en primer lugar no lo nuevo, sino la precocidad de los estragos del tiempo. No me sorprendí de que a estas ciudades les faltaran diez siglos; me impresionó comprobar que muchos de sus barrios tuvieran ya cincuenta años, que sin ninguna vergüenza dieran muestras de tal marchitamiento, ya que, en suma, el único adorno que podrían pretender sería el de una juventud, fugitiva para ellos tanto como para seres vivientes. Chatarra, tranvías rojos como vehículos de bomberos, bares de caoba con balaustrada de latón pulido, depósitos de ladrillos en callejuelas solitarias donde sólo el viento barre las basuras, parroquias rústicas al pie de las oficinas y Bolsas con estilo de catedrales; laberintos de inmuebles oxidados que cuelgan sobre abismos entrecruzados por zanjas, puentes giratorios y andamios. ¡Oh, Chicago, imagen de las Américas, ciudad que sin cesar crece en altura por la acumulación de sus propios escombros que soportan nuevas construcciones! No sorprende que en ti el Nuevo Mundo ame tiernamente la memoria de los tiempos del 1880; pues la única antigüedad que él puede pretender en su sed de renovación es esta humilde distancia de medio siglo, demasiado breve para favorecer el juicio de nuestras ciudades milenarias, pero que le da, a él, que no se cuida del tiempo, una pequeña oportunidad para enternecerse por su juventud transitoria.


En 1935, los habitantes de São Paulo se enorgullecían de que en su ciudad se construyera, como término medio, una casa por hora. Entonces se trataba de mansiones; me aseguran que el ritmo sigue siendo el mismo, pero para las casas de departamentos. La ciudad se desarrolla a tal velocidad que es imposible trazar el plano; todas las semanas habría que hacer una nueva edición. Hasta parece que si se acude en taxi a una cita fijada con algunas semanas de anticipación, puede ocurrir que uno se adelante al barrio por un día. En estas condiciones, evocar recuerdos de hace veinte años es como contemplar una fotografía ajada. A lo sumo puede presentar un interés documental. Desalojo los bolsillos de mi memoria y entrego lo que queda a los archivos municipales.


Por esa época se describía a São Paulo como una ciudad fea. Sin duda, las casas de departamentos del centro eran pomposas y pasadas de moda. La presuntuosa indigencia de su ornamentación se agravaba aún más por la pobreza de la construcción; las estatuas y guirnaldas no eran de piedra, sino de yeso embadurnado de amarillo para simular una pátina. En general, la ciudad presentaba los tonos sostenidos y arbitrarios que caracterizan esas malas construcciones donde el arquitecto ha tenido que recurrir al revoque para proteger y disimular la base.


En las construcciones de piedra las extravagancias del estilo 1890 se pueden disculpar, en parte, por la gravedad y la densidad del material; se ubican en su carácter de accesorios. Pero en las otras, esas cuidadosas tumefacciones recuerdan las improvisaciones dérmicas de la lepra. Bajo los colores falsos, las sombras resaltan más negras; calles estrechas no permiten, a una capa de aire demasiado delgada, «crear atmósfera», y de todo ello resulta un sentimiento de irrealidad, como si no fuera una ciudad, sino una falsa apariencia de construcciones rápidamente edificadas para las necesidades de una representación teatral o de una secuencia cinematográfica.


Y sin embargo, São Paulo nunca me pareció fea: era una ciudad salvaje como lo son todas las ciudades americanas (a excepción, quizá, de Washington, D.C., que no era ni salvaje ni domesticada, sino que más bien se hallaba cautiva y muerta de aburrimiento en la jaula estrellada de avenidas detrás de las cuales la encerró Lenfant). En ese tiempo, São Paulo aún no había sido domada. Construida al principio sobre una terraza en forma de espolón que apuntaba hacia el norte, en la confluencia de dos pequeños ríos —Anhangabaú y Tamanduateí, que un poco más abajo se vuelcan en el Tietê, afluente del Paraná—, era una simple «reducción» de indios, un centro misionero donde los jesuítas portugueses, desde el siglo XVI, trataban de agrupar a los salvajes para iniciarlos en las virtudes de la civilización. Sobre el talud que desciende hacia el Tamanduateí y que domina los barrios populares del Braz y de la Penha, subsistían aún en 1935 algunas callejuelas provincianas y largas plazas cuadradas y cubiertas de hierba, rodeadas de casas bajas con techo de tejas y ventanitas enrejadas y encaladas, con una austera iglesia parroquial a un lado, sin otra decoración que el doble arco canopial que recortaba un frontón barroco en la parte superior de la fachada. Muy lejos hacia el norte, el Tietê estiraba sus meandros plateados en las vaneas —aguazales que poco a poco se iban transformando en ciudades—, rodeadas de un rosario irregular de barrios y de loteos. Inmediatamente detrás estaba el centro de los negocios, fiel al estilo y a las aspiraciones de la Exposición de 1889: la Praça da Sé, plaza de la Catedral, un poco cantero, un poco ruina; después, el famoso Triángulo, del que la ciudad estaba tan orgullosa como Chicago de su Loop: zona del comercio formada por la intersección de las calles Direita, São Bento y 15 de Novembro, vías abarrotadas de letreros donde se apiñaba una multitud de comerciantes y empleados que, por medio de una vestimenta oscura, proclamaban su fidelidad a los valores europeos o norteamericanos, al mismo tiempo que su arrogancia por los ochocientos metros de altura que los liberaban de las languideces del trópico (que pasa, sin embargo, por el centro de la ciudad).


En São Paulo, en el mes de enero, la lluvia no «llega»; se engendra en la humedad del ambiente, como si el vapor de agua que embebe todo se materializara en perlas acuáticas que, cayendo copiosamente, se vieran frenadas por su afinidad con toda esa bruma a través de la cual se deslizan. No se trata de una lluvia a rayones como la de Europa, sino de un centelleo pálido, formado en multitud de bolitas de agua que ruedan en una atmósfera húmeda: cascada de claro caldo de tapioca. La lluvia no cesa cuando pasa la nube, sino cuando el aire del lugar, por la punción lluviosa, se desembaraza suficientemente de un exceso de humedad. Entonces el cielo se aclara, se vislumbra un azul muy pálido entre las nubes rubias, mientras que a través de las calles corren torrentes alpinos.


En el extremo norte de la terraza se abría un gigantesco tajo: el de la avenida São João, arteria de varios kilómetros, que comenzaban a trazar paralelamente al Tietê, siguiendo el recorrido de la antigua ruta del norte que llevaba hacia Itu, Sorocaba y las ricas plantaciones de Campinhas. La avenida, que nacía en el extremo del espolón, descendía hacia los escombros de viejos barrios. Primero dejaba a la derecha la calle Florencio de Abreu, que llevaba a la estación, entre bazares sirios que abastecían a todo el interior de chucherías, y apacibles talleres de talabarteros y tapiceros donde se fabricaban aún erguidas sillas de cuero labrado, gualdrapas de grueso algodón retorcido, aperos decorados de plata repujada al estilo de los plantadores y antiguos guías del matorral próximo; después pasaba al pie del entonces único e inacabado rascacielos —el rosado Predio Martinelli— y excavaba los Campos Elíseos, otrora morada de los ricos, donde las mansiones de madera pintada se descalabraban en medio de jardines de eucaliptos y mangos. La popular Santa Ifigênia estaba rodeada por un barrio reservado; cuchitriles con entrepiso levantado albergaban a las rameras que llamaban a los clientes por las ventanas. En fin, en las orillas de la ciudad progresaban los loteos pequeño-burgueses de Perdizes y de Água Branca, que se asentaban al sudoeste, en la colina verdegueante y más aristocrática de Pacaembu.


Hacia el sur, la terraza continúa elevándose. La trepan modestas avenidas unidas en la cima, sobre el mismo espinazo del relieve, por la Avenida Paulista, que bordea las residencias antaño fastuosas, estilo casino o estación termal, de los millonarios del pasado medio siglo. Bien al fondo, hacia el este, la avenida domina la llanura sobre el barrio nuevo de Pacaembu, donde se edifican mansiones cúbicas, mezcladas a lo largo de avenidas sinuosas espolvoreadas con el azul-violeta de los jacarandas en flor, entre declives de césped y terraplenes ocres. Pero los millonarios abandonaron la Avenida Paulista. Siguiendo la expansión de la ciudad, descendieron con ella por la parte sur de la colina hacia apacibles barrios con calles sinuosas. Sus residencias, de inspiración californiana, de cemento micáceo y con balaustradas de hierro forjado, se dejan adivinar al fondo de parques podados, en los bosquecillos rústicos donde se hacen esos lotes para los ricos.

Al pie de casas de departamentos de hormigón se extienden pastaderos de vacas; un barrio surge como un espejismo; avenidas bordeadas de lujosas residencias se interrumpen a ambos lados de los barrancos; un torrente cenagoso circula entre los bananeros, sirviendo a la vez como fuente y albañal a casuchas de argamasa construidas sobre encañizados de bambú, donde vive la misma población negra que en Rio acampaba en la cima de los morros. Las cabras corren a lo largo de las pendientes. Ciertos lugares privilegiados de la ciudad consiguen reunir todos los aspectos. Así, a la salida de dos calles divergentes que conducen hacia el mar, se desemboca al pie de la barranca del río Anhangabaú, franqueado por un puente que es una de las principales arterias de la ciudad. El bajo fondo está ocupado por un parque estilo inglés: extensiones de césped con estatuas y pabellones, mientras que en la vertical de los dos taludes se elevan los principales edificios: el Teatro Municipal, el hotel Explanada, el Automóvil Club y las oficinas de la compañía canadiense que provee la iluminación eléctrica y los transportes. Sus masas heterogéneas se enfrentan en un desorden coagulado. Esos inmuebles en pugna evocan grandes rebaños de mamíferos reunidos por la noche alrededor de un pozo de agua, por un momento titubeantes e inmóviles, condenados, por una necesidad más apremiante que el miedo, a mezclar temporariamente sus especies antagónicas. La evolución animal se cumple de acuerdo con fases más lentas que las de la vida urbana; si contemplara hoy el mismo paraje, quizá comprobaría que el híbrido rebaño ha desaparecido, pisoteado por una raza más vigorosa y más homogénea de rascacielos implantados en esas costas, fosilizadas por el asfalto de una autopista.

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Intervención urbana en el barrio paulistano de Vila Madalena.